Garayko arrotza

Hace muchos años, al parecer, un estudiante de la Sorbonne (París) de origen incierto (quizás armenio o judío) prometió hacer el camino de Santiago. Al acercarse a Luzaide (Valcarlos) donde hacía aún más tiempo cayeron otros franceses, se enamoró, abandonando su promesa (la leyenda habla de una maldición que impediría, como castigo, que cualquier descendiente, fuera hombre o mujer, adoptara los hábitos).
Los habitantes oriundos del pueblo, tan evidente o excepcional debía de ser su condición foránea, llamaron al estudiante “arrotza-garay”, el “extranjero que vive arriba”.

Después de varias generaciones, la familia se extendió, dando lugar a distintas ramas de aquel primer tronco.

El aita de mi padre, el aitatxi (abuelo) se llamaba Joanes. Su hermano, Manez. Fueron bautizados con nombres diferenciados, en euskera. Llegado el momento, ambos hermanos marcharon a Estados Unidos buscando trabajo como pastores. Las cosas no les fueron mal y después de treinta años de duro trabajo regresaron como “indianos”. De nuevo, extranjeros.
La ama de mi padre, la amatxi (abuela) Eulalia era francesa. Se apellidaba López y es que durante una época, muchas personas cercanas a los Pirineos (Huesca, en este caso) los cruzaban para confeccionar alpargatas en Maule. También fue a América y allí conoció al aitatxi.

Cuando volvieron los dos hermanos y quisieron escriturar una propiedad (en castellano), uno de ellos debió cambiarse el nombre, añadiendo Luís a Juan (traducción tanto de Joanes como de Manez),  ya que ambos eran la misma persona, igual nombre, iguales apellidos…



Seguramente ésta no sea la única historia familiar. Quizás hasta esté incompleta o incorrecta pero, de alguna manera, me identifico con esas personas, que conocí poco o nada, de las que heredé el apellido: el “extranjero que vive arriba”.